Hay un tipo de contaminación que no porque no te ahogue o envenene resulta inocua. La contaminación acústica es ese incordio invisible que no sólo molesta un rato por la razón que sea. Un ruido excesivo puede causar, directamente, daños físicos en nuestro órgano auditivo. Pero también daños indirectos. Sobre todo, a partir de los trastornos mentales. Porque no hace falta que sea intenso. Un sonido desagradable interfiere en nuestra vida. De forma consciente o inconsciente. Recuerdo una película protagonizada por Tim Robbins (Noise, de 2007), cuyo título en español fue no el literal, 'ruido', sino el más descriptivo Sobrepasando el límite. El bueno de Tim acababa desquiciado por los ruidos que le rodeaban hasta el punto de iniciar una cruzada contra todo aquel sonido irritante. Una historia inspirada en la del propio director de la película, y guionista, Henry Bean, encarcelado por destrozar coches. Rompía las lunas y abría el capó para desconectar las alarmas que sus propietarios, por mucho que sonasen, no se molestaban en apagar.
Tengo claro que la inmensa mayoría de los ruidos son provocados por incivismo. Me comentaba anoche una buena amiga que cuando llega tarde a casa procura frenar la puerta del ascensor, porque golpea el marco y, en el silencio de la madrugada, pues se nota. Que ella lo hace. Pero que sus vecinos no tienen la misma consideración.